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La Crisis Del Cuarto De Edad, Explicada

 


¿Quién no ha escuchado hablar alguna vez de la crisis de la mediana edad? Eso que parece darle a la gente de 40 y tantos cuando se dan cuenta de que se están haciendo viejos y empiezan a hacer de todo por sentirse jóvenes, desde cosas bastante buenas como empezar a ir al gimnasio o cambiar totalmente de rubro laboral para dedicarse a lo que siempre quisieron hasta locuras como comprarse una moto sin saber manejarla o cosas derechamente cuestionables como buscarse una amante menor. Pero de lo que nadie habla es de otro fenómeno que yo creo que nos pasa a todos cuando andamos por los 25, que recién hace poco tiempo está reconocido entre psicólogos y otros especialistas en desarrollo: la llamada “crisis del cuarto de edad”. Básicamente, es esa infame etapa entre la adolescencia y la adultez en la que no se sabe hacia dónde va la vida, y en que la edad que indica el carnet es mucho mayor a la que uno siente que tiene. En las comidas familiares te preguntan que para cuándo las tres C, la casa, el casamiento y las crías, pero tú con suerte conseguiste un trabajo mal pagado, que ni siquiera es en lo que estudiaste, porque en todos lados pedían experiencia pero no la puedes ganar porque no te contratan… el eterno círculo vicioso.

Esa dicotomía entre sentirse con la madurez emocional de un embrión y tener que actuar como todo un adulto responsable es la principal fuente de humor entre veinteañeros. ¿Se acuerdan de ese capítulo de Bob Esponja donde no quiere crecer y sólo quiere galletas, leche, dormir con su osito de peluche y balancearse sobre su caballito de mar de juguete? Para que se hagan una idea, justamente así me siento yo en este momento. Parece una ridiculez, pero hay días en que no puedo dejar de sentir que al hacer cosas de adulta como ir al banco a abrir mi propia cuenta de ahorro estoy disfrazándome o interpretando un papel, como cuando una niña de cuatro años se prueba los tacos altos de su mamá, se pinta la boca y juega a ser una persona grande. Siento que los años han pasado tan rápido que no tuve tiempo de seguirles el ritmo. De hecho, todavía cuando me entero del embarazo de una amiga lo primero que hago es pensar: “qué horror, otro embarazo adolescente”, aunque todas ya tenemos más de 25. Por eso es que ahora siento que el insomnio, el tic en el ojo, el colon irritable y el dolor de espalda me llegan de golpe, porque pensando que eran cosas de viejos no los vi venir hasta que ya estaban encima. Una de mis frases más comunes en este momento es “paren el mundo, me quiero bajar”, porque el mundo que hay ahí afuera parece tan enorme y la vida adulta tan terrorífica que tengo miedo de que me trague y después me escupa viva, como una especie de monstruo de tres cabezas. Además, entre más escucho lo amargada que está la gente con la vida que lleva, menos ganas me dan de estar en su lugar. Mi peor miedo es que la vida no sea más que estudiar, trabajar como burro durante 40 años sin pausa para llegar a fin de mes y pagar las deudas a costa de la salud mental y el tiempo con la familia, para al final jubilarse con una pensión miserable y ya no tener energía para disfrutar los años que quedan. No quiero llegar a mi lecho de muerte, a los 90 años, y morirme pensando que desperdicié mi existencia y no hice todo lo que siempre quise. Yo sé que el tiempo pasa, pero en este momento, las responsabilidades y las expectativas sociales que conlleva ser un adulto se sienten como mucho más de lo que mi (probablemente) pobre única neurona en funcionamiento puede manejar, y ahora lo único que quiero es gatear de regreso al útero materno y quedarme ahí adentro en posición fetal hasta la segunda venida de Cristo. ¿Y supuestamente 33 años tenía?

Obviamente no faltan las personas mayores que se burlan de nosotros por quejarnos diciendo que somos la generación de cristal y cosas así, pero en realidad lo que nos pasa es bastante comprensible si se toma en cuenta cómo la vida se nos ha puesto cuesta arriba en comparación a cómo fue la de las generaciones anteriores a esta misma edad. Mientras que nuestros padres salían de la universidad y al poco tiempo se casaban y se ponían a tener hijos, nosotros tenemos que compartir departamentos entre varios porque los arriendos son inalcanzables. Como consecuencia de eso, y de quedarnos cada vez más tiempo en la casa de origen para ahorrar gastos, ni siquiera sabemos cómo sacarle el sarro al lavavajillas y si nos toca cocinar se incendia la casa. Lamentablemente, esta servidora no es una excepción a esa norma. Tengo 25 años y, a dos de haberme graduado, sigo viviendo con mis padres, cesante, sin ingresos, solter(on)a y con más dudas que certezas sobre mi futuro. Todo esto, sumado al hecho de que más encima vivo con una discapacidad, hace que se me haga sumamente difícil convertirme en un miembro útil y contribuyente para esta sociedad. Siento que en toda mi vida no he logrado nada importante y eso me frustra. Ahora por fin entiendo esa canción de Vicentico que decía “los caminos de la vida no son lo que yo esperaba, no son lo que yo quería, no son lo que imaginaba”.

Para empeorar las cosas, se siente casi como si los planetas estuvieran alineados para hacer imposible la transición de mi generación a la edad adulta. Me recibí en medio de una pandemia, una posible tercera guerra mundial ad portas (la de Ucrania, ahora más encima estamos con el lío de Israel), una recesión económica y, como resultado, un costo de vida que sube cada día más (no sé ustedes, pero yo me niego a creer que la canción de Juan Luis Guerra es del ‘92, juraría que la escribió ayer). Hace poco escuché por casualidad a mis viejos quejándose de que el precio al que está la bencina es tan alto que en realidad es más barato movilizarse en taxi, justo cuando se suponía que este año tenía que sacar mi licencia de conducir, cosa que por temas logísticos no he logrado todavía. Ahora me pregunto si realmente vale la pena. En definitiva, este no es el escenario que tenía en mente, y cosas como mudarme o volverme financieramente independiente ahora parecen estar más fuera de mi alcance que nunca por lo costosa que se ha vuelto la vida. Una de mis ansiedades más recurrentes es cómo voy a mantenerme sola con el salario inicial de un trabajador social, que por lo que he averiguado no es mucho. Efectivamente son los "locos años 20", tanto porque son los 2020s como porque yo estoy en mis 20s, pero NO por las mejores razones.

Con esos pensamientos en mente fue que, para la Navidad del año pasado, pedí de regalo un libro que había visto en oferta, El Manual Del Adulto Funcional de Lady Ganga, una influencer chilena. Básicamente, se trata de una guía de cómo ser grande para dummies que aborda temas como educación financiera, reparaciones básicas del hogar y preparación de alimentos, casi todos los asuntos elementales de la vida independiente. Empecé a leerlo el 1° de enero como propósito de Año Nuevo y me ha aclarado muchas cosas, que para alguien con más años de experiencia pueden parecer ultra básicas pero para mí fueron como haber descubierto América. Ahora por fin me siento más confiada y segura de mis propias capacidades, incluso si las condiciones externas siguen siendo adversas, porque podrá venir un apocalipsis nuclear pero al menos sé que tengo que dejar las lentejas en remojo desde la noche anterior y que si mezclo cloro con alcohol para desinfectar el piso, se forma ácido muriático y muero. Y aunque las ganas de no haber crecido nunca siguen ahí, me siento orgullosa de las pocas cosas que ya puedo hacer para empezar a sentirme útil.

Ahora, a pocas horas de concluir el primer cuarto de siglo de mi vida, puedo decir que mi mamá tenía razón cuando me advertía que el tiempo se pasa volando. Mi mente insiste en que mañana cumplo 23 cuando en realidad son 26. Pero si he aprendido una cosa es que la vida de adulta no es fácil, y que manejarla de la mejor manera posible es mucho más importante que cumplir con las expectativas sociales. Mal que mal, todavía me quedan algunos años para aprender a manejar el arte de vivir.

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