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Del Barrio Alto A La Población, Mi Historia En Primera Persona



Hay algo que a otra gente le ha llamado la atención sobre mí, y es mi historia de movilidad social. Que Chile es un país sumamente desigual y segregado no es ningún secreto, hace años que encabezamos el ranking de la OCDE y es tristemente sabido que el 33% de la riqueza nacional está en manos de apenas un 1% de la población. Y sí, puede ser que en una familia se dé un cambio de estrato socioeconómico a lo largo de varias generaciones, ya sea hacia arriba o hacia abajo, pero muy pocas personas logran conocer y vivir en carne propia las diferencias entre ricos y pobres a lo largo de su propia vida. Una de esas personas soy yo, porque he tenido la oportunidad de vivir dos vidas, completamente opuestas, a dos lados distintos del espectro de las clases sociales. Al cumplirse otro año más del estallido social, que para muchas personas fue el momento en que realmente tomaron conciencia de lo segregado que está el país, de repente me dieron ganas de compartirles un poco de mi historia, porque se siento sumamente privilegiada de haberla vivido y siento que puede resultar esclarecedora, tanto para los de un lado como para los del otro.

La primera parte de mi vida, desde mi nacimiento hasta mi preadolescencia, transcurrió en la zona oriente de Santiago. Nací en la Clínica Alemana de Vitacura y todos mis médicos estaban ahí, porque la empresa en la que mi papá trabajaba tenía un convenio con esa clínica. Fue ahí que me hicieron la gran mayoría de mis operaciones. La mayor parte de mi infancia la pasé viviendo en Las Condes, en un departamento que, aunque era arrendado, estaba en un condominio muy bonito, y usábamos el auto de la empresa, un Chevrolet rojo (antes era un Opel). Hice mi primero básico en el Colegio Alemán, porque al ser alemana por parte de padre parecía la opción más obvia, pero a final de año mis papás me sacaron de ahí porque lo encontraron demasiado snob y estricto. Se dieron cuenta de que los apoderados eran casi todos descendientes de los colonos del sur, sumamente pinochetistas, y quedaron espantados porque ellos eran de izquierda. Volviendo a lo mismo, tuve la oportunidad de viajar varias veces a Alemania con mis padres a ver a mi familia paterna con los gastos pagados por la empresa. Entre paréntesis, vivimos un año entero en Colonia; yo hice mi tercero básico y cumplí los 9 años allá. Durante mis años en el barrio alto, me codeaba con gente de las grandes ligas: fui vecina de Joe Vasconcellos y compañera de curso de la nieta de uno de los hermanos Paulmann. Mis papás fueron varias veces a eventos de la embajada alemana, muy finos, y por esa parte también deben haber conocido a bastantes personajes pintorescos. Salíamos a vitrinear o a cenar con bastante frecuencia, y durante varios años nos fuimos a vacacionar fuera de Santiago o incluso de Chile. Durante un tiempo corto tuvimos una asesora del hogar, a la que recuerdo con muchísimo cariño, siempre dentro de la ley y pagándole lo que le correspondía.

La segunda parte transcurre en Arica, y se mantiene hasta la fecha. Cuando mi papá jubiló de su empresa y nos vinimos a vivir al norte, a mis 12 años, toda la vida que yo conocía hasta ese momento se fue directo al tacho. No solamente fue un cambio de ciudad, sino con eso vino también un cambio de estrato social sumamente brusco, que para mí fue un verdadero balde de agua fría. Pasé de Las Condes a la población Fuerte Ciudadela, del Colegio Alemán a la Escuela D-7, de atenderme en la Clínica Alemana con varios de los mejores especialistas del país a tener que llegar al Hospital Regional de Arica a las 7 de la mañana (y no a hacer vida social precisamente) para que con suerte me atiendan a las 11, de sentir que lo que veía en la crónica roja era totalmente ajeno a mí a tener vecinos presos por microtráfico de pasta base y saber exactamente dónde conseguirla. Se sintió como si hubiera estado viviendo en una burbuja flotante, sin saberlo, y que de repente alguien me la reventara y me azotara contra el suelo. Me demoré años en que se me pasara lo aturdida.

Quizás el primer golpe fue encontrarme en una escuela pública, de bajos recursos, donde el índice de vulnerabilidad social de los y las estudiantes alcanzaba el 80%. Era pan de cada día que alguien tuviera a la mamá metida en la droga o al papá en la cárcel (los pocos que tenían uno), que vivieran con la abuela y que en la casa les pegaran. Me acuerdo todavía de la impresión que causó mi llegada a ese séptimo básico, con mi pelo rubio, mi acento de barrio alto y mis zapatillas marca Skechers, mientras todo el curso comentaba que el día anterior el papá de una compañera se había ido preso por violencia intrafamiliar. Me veían como si fuera una modelo de pasarela, y al principio sí me gustó la atención, pero después ya empecé a cansarme de mis 15 minutos de fama. En las reuniones de apoderados, mi mamá era más o menos 20 años mayor que las demás, porque casi todas habían sido madres adolescentes. Ya en octavo tuve a mi primera compañera embarazada, y la gran mayoría tuvo hijos antes de los 20 años. Casi nadie terminó la enseñanza media. Durante los dos años que cursé en esa escuela me hice muy amiga de la trabajadora social, la primera que conocí en mi vida. A veces conversaba con ella en los recreos sobre mis impresiones ante esta nueva realidad, sin sospechar que íbamos a terminar siendo colegas.

El otro costalazo que me di fue al llegar al servicio de salud pública. Todavía me acuerdo de lo espantada que quedé cuando supe que no se podía llegar y pedir una hora médica, sino que había que esperar meses y a veces hasta años en una lista de espera hasta que hubiera un cupo disponible. Entre las peores situaciones que hemos vivido estuvo que me rechazaran un traslado a Santiago para una resonancia magnética y se demoraran casi dos años en operar a mi papá de una simple hernia. Fue durante las innumerables ocasiones en que estuve en esa sala de espera, todavía siendo paciente del servicio de pediatría, que para matar el aburrimiento me ponía a conversar con las personas que estaban sentadas al lado mío y me iba enterando de cómo funcionaban las cosas. La gran mayoría eran mujeres embarazadas o con guaguas recién nacidas que venían a su primer control posparto, porque pediatría estaba, convenientemente, justo al lado de ginecología, entonces a mamá y guagua les hacían las revisiones de una sola vez. Me viene a la cabeza un incidente súper cómico, en que mi mamá había salido a comprarse un té y la señora de al lado me pidió que le cuidara a su guagua mientras iba al baño. Cuando mi mamá volvió, casi se va de espaldas cuando me ve, probablemente con el uniforme del liceo, con un recién nacido ajeno en los brazos. En retrospectiva, fueron esas conversaciones casuales las que sembraron en mi cerebro de adolescente la semilla de mi futura profesión.

A medida que fueron pasando los años, me fui adaptando poco a poco a mi nueva vida, pero sí confieso que hay algunas cosas a las que hasta el día de hoy no me acostumbro. Me violenta mucho ver la falta de urbanidad de otras personas, que llegan y tiran basura, dejan las zapatillas colgando de los cables del alumbrado o que cada dos por tres rayen o rompan las bancas de la plaza de al frente, cosa que antes nunca había visto. Yo sé que pobreza no es sinónimo de mala educación, pero por eso mismo es que no entiendo a la gente que se comporta de esa forma. Siempre que en mi barrio se hermosea algo, lo primero que se me viene a la cabeza es "le doy una semana". Otra cosa a la que me ha costado acostumbrarme es a contar monedas. Todo lo que tenga que ver con finanzas me causa muchísima ansiedad, porque el darme cuenta de que el dinero es finito me hace sentir insegura. Obviamente que en nuestra vida anterior también teníamos un presupuesto, pero o yo no lo sabía o no era tan evidente. No tengo ningún recuerdo de escuchar a mis papás diciendo que había que esperar al otro mes para llamar a un electricista, pero ahora tenemos que priorizar y hay cosas que se tienen que ir posponiendo porque son importantes pero no urgentes. En general, tiendo a ser austera y sumamente reacia a gastar mi dinero, cortesía de la pensión de discapacidad que recibo del gobierno. En el liceo tuve la Beca Presidente de la República y en la universidad obtuve la gratuidad, cosa que agradezco muchísimo. No quería estar 15 años pagando créditos estudiantiles, y menos de una universidad estatal como la mía. Ahora estoy postulando a una vivienda adaptada, que todavía se puede demorar un par de años pero me va a permitir independizarme, cosa que con los precios actuales del mercado inmobiliario me sería prácticamente imposible.

A pesar de todo, hay varias costumbres de mi anterior vida que todavía conservo, un habitus de cuica como diría Bourdieu. Disfruto mucho de ir a galerías de arte, a museos o a escuchar música de cámara y, como aquí en provincia esas cosas escasean, cualquier panorama cultural me llama muchísimo la atención. En esa misma línea también disfruto leer, y en mi casa hay toda una pieza llena de libros de todos los tipos posibles (en el último tiempo me gusta leer obras clásicas). También me pasa que muchas veces me preguntan de dónde vengo, porque al parecer tengo una dicción más clara o más limpia de lo común, según me han dicho. Me atraen las conversaciones de un nivel intelectual más alto, hablo inglés desde muy niña y todavía adoro viajar, el único lujo que extraño tener en la vida. Pero, por otra parte, también he notado un cambio en mí misma las veces que he regresado a Santiago. Ya no me siento cómoda en mi antiguo ambiente; me da un tremendo complejo de inferioridad y tiendo a cuidar exageradamente cómo me comporto, me visto o hablo para encajar y que no se me note lo provinciana. En cambio, me siento mucho más cómoda en el centro, en el Paseo Ahumada entre los comerciantes haitianos y los vendedores ambulantes. Ahí siento que puedo bajar la guardia y ser yo, sin tener que preocuparme por guardar las apariencias o fingir ser algo que no soy. Me gusta sentir que soy una más, y apreciar lo diversos que somos como pueblo.

Cuando empezó el estallido social el 2019, tuve que cortar relaciones con varias personas de mi primer ambiente, porque su ignorancia sobre cómo vive la gran mayoría de los chilenos y chilenas me parecía casi aberrante. Por su forma de expresarse se notaba que en su vida habían pisado un consultorio, que no tenían idea de cómo es FONASA ni esperado años de años por la casa propia.  En parte no las culpo, porque yo tampoco sabía nada de esto hasta que me tocó vivirlo, pero yo era una niña. A estas alturas, vivir pensando que el pobre es pobre porque quiere, que ahora la gente quiere todo gratis, que una familia come con 2 mil pesos, que uno va al consultorio a hacer vida social, que por qué los colegios públicos no hacen bingos para sustentarse y otras joyitas, es esconder la cabeza bajo la tierra para no ver la realidad de su propio privilegio. Fue lamentable, pero me di cuenta de que no era responsabilidad mía educarlas sobre algo tan básico como es ponerse en el lugar del otro.

En retrospectiva, a pesar de lo difícil que fue hacer esa transición, estoy agradecida de haber tendido la oportunidad de vivir estas dos vidas. En cada una aprendí lecciones valiosas y viví experiencias que me forjaron y me convirtieron en la persona que soy ahora. No me arrepiento de nada, y estoy feliz de poder compartirles esta parte de mi historia.


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