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Óscar Romero, Un Santo Para América Latina

 


Como algunos de ustedes recordarán, mi primera entrada en este blog fue sobre el sacerdote mártir Héctor Gallego, a quien cité como uno de mis mayores modelos a seguir. Esta vez, vengo con la historia otra figura católica latinoamericana prominente, que también es reconocida por estar del lado de las personas más pobres y marginadas, en el aniversario número 42 de su fallecimiento. El título ya revela que se trata de San Óscar Romero, arzobispo de San Salvador, capital de El Salvador, conocido por sus sermones en defensa de la justicia social y la paz en el contexto de la Guerra Civil Salvadoreña.

Óscar Arnulfo Romero y Galdames nació el 15 de agosto de 1917 en Ciudad Barrios, ubicada en el departamento de San Miguel, al este de El Salvador. Fue el segundo de los ocho hijos, seis hermanos y dos hermanas, que tuvieron sus padres Santos y Guadalupe. Desde muy temprana edad su padre le enseñó el oficio de carpintero y él demostró ser un gran aprendiz; sin embargo, el joven Romero decidió rápidamente que quería seguir el sacerdocio, algo que al parecer no sorprendió en absoluto a quienes mejor lo conocían. Ingresó al seminario menor con sólo 13 años, pero tuvo que regresar brevemente a su casa cuando se enfermó su madre, tiempo durante el cual trabajó en una mina de oro con dos de sus hermanos, hasta que a los tres meses por fin pudo volver. Después se matriculó en el seminario nacional en San Salvador, y finalmente completó sus estudios en la Universidad Gregoriana de Roma, recibiendo una Licenciatura en Teología en 1941. Finalmente, después de tener que esperar un año más de lo planeado hasta haber alcanzado la edad mínima requerida, fue ordenado sacerdote en Roma el 4 de abril de 1942. Optó por quedarse en Italia y obtener un Doctorado en Teología, pero antes de terminarlo su obispo le ordenó regresar a su país. En el camino, durante una escala en Cuba, él y un amigo que viajaba con él fueron detenidos por la policía cubana, probablemente por haber venido de la Italia fascista, y pasaron varios meses en la cárcel.

Una vez de regreso en El Salvador, en 1943, Romero fue destinado primero a servir como párroco en la ciudad de Anamorós, en La Unión, pero después regresó a la ciudad de San Miguel, capital de su provincia natal del mismo nombre, para ayudar a terminar de construir la catedral, algo que tomó 18 años. Durante su tiempo en San Miguel, Romero impulsó varios grupos apostólicos, inició un grupo de Alcohólicos Anónimos e hizo muchas cosas a favor de su comunidad. Sin embargo, para enero de 1966 estaba tan agotado emocional y físicamente por trabajar durante más de dos décadas sin pausa que decidió hacer un retiro, y empezó a visitar a un psiquiatra. Fue entonces cuando le diagnosticaron un trastorno obsesivo-compulsivo, un hecho poco conocido que obviamente a esas alturas le había pasado la cuenta. Una vez que ya se sentía mejor y regresó a sus funciones más tarde ese año, fue elegido para ser Secretario de la Conferencia Episcopal de El Salvador. Luego, el 25 de abril de 1970, Romero fue nombrado obispo auxiliar de la Arquidiócesis de San Salvador, y cuatro años después, el 15 de octubre de 1974, obispo principal de la diócesis de Santiago de María, una región pobre y rural azotada por la extrema pobreza y la violencia.

El 22 de febrero de 1977, Romero fue nombrado Arzobispo de San Salvador. Cuando apenas llevaba un mes en el cargo, el padre Rutilio Grande, un feroz defensor de la violencia estatal y uno de los mejores amigos de Romero, fue asesinado por un grupo paramilitar de extrema derecha junto con dos laicos. Esto marcó el inicio de una brutal represión lanzada por las fuerzas armadas del país y encabezada por los llamados "escuadrones de la muerte" contra los miembros de la Iglesia Católica que se atrevían a alzar la voz contra las injusticias sociales. Inmediatamente después de los asesinatos, Romero acudió al templo donde estaban velando los tres cuerpos y celebró una misa. Al día siguiente, anunció que no volvería a ir a ningún compromiso del gobierno hasta que se investigaran los crímenes, y cuando las autoridades se negaron a hacerlo, el nuevo arzobispo optó por automarginarse de cualquier ceremonia de carácter estatal durante los tres años siguientes.

El trágico hecho marcó un antes y un después en la vida de Romero. Como siempre había sido sumamente conservador, su nombramiento había decepcionado a muchos sacerdotes más progresistas, que tenían miedo de que fuera a condenar la Teología de la Liberación y la opción preferencial por los pobres. Sin embargo, la pérdida de su querido amigo le hizo darse cuenta de que ya no podía quedarse callado sobre lo que estaba pasando. Como diría más tarde, "cuando miré a Rutilio allí tendido muerto pensé: 'Si lo han matado por hacer lo que hizo, entonces yo también tengo que andar por el mismo camino'".

Más tarde ese año, Romero viajó para reunirse con el Papa Juan Pablo II, en un intento de pedirle al Vaticano que condenara oficialmente al régimen militar por sus crímenes contra la humanidad, pero el Papa se negó citando que mantener la unidad era más importante. Finalmente, el 15 de octubre, el régimen militar fue derrocado cuando la Junta Revolucionaria de Gobierno (JRG) tomó el poder del país, en medio de lo que ya se había convertido en una ola masiva de violaciones a los derechos humanos, tanto por parte de los grupos paramilitares de derecha como del gobierno. Esta escalada de violencia eventualmente conduciría al estallido de la Guerra Civil Salvadoreña al año siguiente. Como arzobispo, Romero se convirtió en un crítico férreo de la dictadura, denunciando en sus homilías las continuas violaciones de derechos humanos contra los salvadoreños  y salvadoreñas y defendiendo a las víctimas de la violencia política. Se estima que sus sermones dominicales, que se transmitían por radio en todo el país, tenían la mayor audiencia de cualquier programa a nivel nacional, y al poco tiempo se hizo conocido en todo el mundo por su activismo incansable. Cada semana, Romero denunciaba una por una todas las desapariciones, torturas y asesinatos recientes, tanto en la radio como en el semanario diocesano, Orientación, lo que lo convirtió en la única fuente de información al respecto para el pueblo mientras la prensa oficial estaba censurada. También le escribió una larga carta abierta al presidente estadounidense Jimmy Carter en febrero de 1980, advirtiéndole que su plan de aumentar la ayuda militar estadounidense en apoyo a la nueva dictadura solo empeoraría las cosas, pero no tuvo éxito.

El domingo 23 de marzo, Romero pronunció su sermón más poderoso hasta el momento, en el que se dirigió a los hombres del ejército salvadoreño, apelando a ellos en un esfuerzo desesperado por poner fin a la violencia. Sus palabras fueron:

"Yo quisiera hacer un llamamiento, de manera especial, a los hombres del ejército. Y en concreto a las bases de la Guardia Nacional, de la policía, de los cuarteles... Hermanos, son de nuestro mismo pueblo. Matan a sus mismos hermanos campesinos. Y ante una orden de matar que dé un hombre, debe prevalecer la ley de Dios que dice: "No matar". Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la Ley de Dios. Una ley inmoral, nadie tiene que cumplirla. Ya es tiempo de que recuperen su conciencia, y que obedezcan antes a su conciencia que a la orden del pecado. La Iglesia, defensora de los derechos de Dios, de la Ley de Dios, de la dignidad humana, de la persona, no puede quedarse callada ante tanta abominación. Queremos que el gobierno tome en serio que de nada sirven las reformas si van teñidas con tanta sangre. En nombre de Dios pues, y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: Cese la represión."

Al día siguiente, Romero fue a celebrar misa a la capilla del Hospital de la Divina Providencia, el cual era administrado por la Iglesia y se enfocaba en la atención de pacientes terminales. Cuando terminó su sermón, caminó unos pasos hasta el centro del altar. En ese mismo momento, un hombre salió de un auto rojo que se detuvo frente a la capilla, sacó un arma y disparó entre uno y dos tiros. Romero recibió un impacto de bala justo en el corazón, que lo mató de forma instantánea. El auto se alejó del lugar mientras que los feligreses trataban de auxiliar al arzobispo, pero no hubo nada que pudieran hacer para salvarle la vida. Al momento de su muerte, tenia 62 años de edad. A la misa fúnebre asistieron más de 250.000 personas, pero al acto fue interrumpido por la explosión de varias bombas de humo y disparos indiscriminados contra la multitud desde edificios cercanos, un acto muy probablemente cometido por las fuerzas de seguridad del gobierno. Entre 30 y 50 personas murieron en la masacre, mientras que el cuerpo de Romero fue enterrado de forma muy apresurada en una cripta debajo de la catedral de San Salvador. El evento fue tan masivo que el sacerdote estadounidense John Dear calificó el funeral de Romero como “la manifestación más grande en la historia salvadoreña”.

Después de su muerte, la admiración por las enseñanzas de Romero solamente siguió creciendo. Mucha gente lo considera hasta el día de hoy como el santo patrono no oficial de las Américas y ha sido fuente de inspiración para numerosos libros, películas e incluso canciones. Su historia se cuenta en el tema “El Padre Antonio y el Monaguillo Andrés”, lanzada por el legendario salsero panameño Rubén Blades en 1984, donde el nombre del cura es cambiado a Antonio Tejeira. Fue beatificado por el Papa Francisco el 23 de mayo de 2015 y finalmente canonizado el 14 de octubre de 2018. Además de ser venerado en la Iglesia, en 2010 la Asamblea General de las Naciones Unidas proclamó el 24 de marzo, día de su asesinato, como el Día Internacional del Derecho a la Verdad en relación con Violaciones Graves de los Derechos Humanos y de la Dignidad de las Víctimas.

En cuanto a su influencia sobre mí, me acuerdo que había un afiche de Romero en mi casa cuando yo era niña, mucho antes de que yo supiera de quién se trataba. Pero ahora que crecí, puedo decir con toda confianza que él fue una de las personas responsables de arrastrarme de regreso a la Iglesia después de casi una década de ausencia y de cuestionar mi fe y mis creencias sin parar. En una era en la que las figuras prominentes de la Iglesia parecen centrarse exageradamente en reforzar la "moral sexual" y los "valores tradicionales" mientras se mantienen al margen de los asuntos potencialmente políticos, revisitar la vida y el legado de Romero es un refrescante recordatorio de que algunas personas todavía están dispuestas a dar un paso al frente y salir de su zona de confort, incluso bajo su propio riesgo, para desafiar a los poderosos y defender a los oprimidos. ESA es la Iglesia que conozco y amo.


¡MONSEÑOR ROMERO VIVE!

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