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Cómo el Estallido Social Reafirmó mi Pacifismo

 


El estallido social que empezó en Chile un día como hoy, el 18 de octubre del 2019, no dejó indiferente a nadie. De la noche a la mañana todo el pueblo salió a la calle a exigir la dignidad que durante tanto tiempo nos fue y nos continúa sido negada. Hoy, tres años, dos plebiscitos y un proceso constituyente fallido después, quiero hablar de esto desde una perspectiva personal e íntima, acerca de cómo empecé a notar, en los meses que siguieron, que se había desatado en mí un profundo proceso transformativo, tanto en lo espiritual como en lo político.

En mayo del 2019, mucho antes de que alguien siquiera imaginara lo que iba a pasar pocos meses más tarde, hubo una charla en la facultad de ciencias sociales de mi universidad. El expositor era el humanista francés Philippe Moal, autor del ensayo “Violencia, conciencia, no-violencia” e impulsor del Observatorio de la Noviolencia, en el que se investiga, se experimenta y se difunde la no-violencia. Como yo era una joven aprendiz de pacifista que recién comenzaba a meter las narices en la Teología de la Liberación, quedé fascinada con sus palabras y de hecho pude hacerle un par de preguntar y hablar con él un rato cuando terminó la charla. Me sentí sumamente identificada con todo lo que él había contado. Cuando en octubre se desató todo, al principio veía lo que pasaba con incertidumbre y miedo, como todo el mundo, porque verdaderamente nadie se lo esperaba. No hubo ningún aviso, ninguna advertencia, la cosa simplemente explotó como una olla a presión. El gobierno puso toque de queda y había un ambiente de muchísima tensión, pero una vez que entendí la magnitud de lo que estaba viviendo, y que probablemente mis hijos e hijas iban a ver esto en sus libros de historia, creo que por primera vez en la vida sentí orgullo de ser chilena. Antes del 18-O, la gente estaba mucho más resignada a los abusos y no salía a protestar casi por nada (cosa que aprendí después de numerosos fracasos intentando organizar actividades a las que después nadie iba), pero ahora se había despertado todo un pueblo, malherido pero esperanzado, decidido a no aceptar nunca más las injusticias que se habían cometido durante tantos años. El día en que fue la marcha más grande, a la que fue más de un millón de personas, me di cuenta de que ya no había vuelta atrás: había comenzado un capítulo nuevo en la historia de Chile.

Quería formar parte de la revolución desde lo cotidiano, adoptando la ética como criterio en todos los aspectos de mi vida diaria. Para esa Navidad, me acuerdo de haber pedido que no me regalaran nada que fuera de grandes tiendas o retail, y como propósito de año nuevo decidí empezar a vivir de una manera más consciente: privilegiar las ferias en vez de los supermercados, apoyar el comercio local, comprar toda mi ropa de segunda mano, reciclar lo más posible y dejar de una vez los productos de higiene menstrual desechables. Mucho antes de eso ya me había autoimpuesto no usar cuero ni maquillaje que estuviera testeado en animales, pero por fin me decidí a llevarlo más allá, y adopté estas prácticas de forma permanente, así que todo esto lo mantengo hasta la fecha. La llegada de la pandemia me hizo bastante más difícil algunas de estas cosas, pero ver cómo los emprendedores pequeños eran los que más sufrían con la situación me dio más razones que nunca para mantenerme firme.

Desafortunadamente para mí, ser pacifista en estos días es cualquier cosa menos fácil. En la universidad solamente tenías dos opciones: o eras marxista o te aislabas por completo de los círculos de formación y activismo sociopolítico porque no había lugar para ti. El minúsculo grupo de gente que lideraba en la federación estudiantil era siempre de esa misma línea, de las JJ.CC. o partidos similares, porque cuando hay elecciones son la única lista que se presenta cada año. Está muy aceptada la idea de que todas las formas de lucha son válidas, y hay una presencia importante de grupos armados como la CAM. Eso hizo de mis años universitarios una experiencia frustrante y sumamente solitaria. Me di cuenta en ese momento que, si quería seguir en este camino, con estos ideales, iba a tener que recorrerlo sola y contra la corriente.

Sospecho que una razón por la que pasa esto es que la gente no entiende bien de qué se trata el pacifismo como filosofía, o tiene concepciones erradas. M acuerdo que caminando por la calle unos meses después del estallido social me topé con un cartel que decía “ser pacifista en tiempos de represión contra el pueblo es violencia”. Ahí me di cuenta de que esa gente no había entendido absolutamente ¡NADA! A estas alturas ya perdí la cuenta de cuántas personas que he conocido creen que el pacifismo es equivalente a no hacer nada y sentarse a mirar, que es una posición que se tiene desde la comodidad y el privilegio de no ser una de las personas oprimidas. Y como si eso no fuera suficiente, los grupos ultraconservadores que se oponían a las movilizaciones se colgaron del slogan “Paz para Chile” para defender la militarización de las calles y la violencia policial que buscaba reprimir a los manifestantes. Todo muy pacifista, ¿no? Mientras escribo esto y me acuerdo, sigo sacudiendo la cabeza ante tamaña ignorancia. No saben que la resistencia pacífica puede tener mil formas distintas: marchar, repartir folletos, boicotear marcas, eventos o personas, pegar carteles, bloquear entradas, encadenarse a edificios, votar en blanco o negarse a obedecer órdenes violentas. Pocas personas de mi generación, la Gen-Z, parecen saber que la no violencia activa está grabada a fuego en la historia de Chile, a través de los cientos de organizaciones y personas que lucharon por los DD.HH. durante la dictadura militar de Augusto Pinochet sin recurrir a las armas. Una de esas personas es mi propia madre, que a mediados y fines de los años 80 participó de manera clandestina en el Movimiento Contra La Tortura Sebastián Acevedo, que utilizaba la metodología de la no-violencia activa en todas sus intervenciones. Gracias a ella fue que aprendí de qué se trataba todo este asunto, y 35 años después era mi turno de hacer historia, siguiendo sus pasos. Salí a marchar todo lo que pude.

En resumen, más que hacer tambalear mis convicciones como a muchas personas les pasa, la situación de mi país en estos tres años sólo ha reafirmado mi compromiso con la paz y la justicia social. Y esto no sólo ha traído cambios en mis pensamientos y acciones, sino también en mis gustos. Vivo escuchando canciones de protesta de los años 70, y secretamente sueño con descubrir que soy la nieta perdida de Joan Báez. Incluso se nota en mi apariencia; hay días en que parezco una chica recién salida de Woodstock (el del '69, por supuesto, el otro fue un desastre). ¿A qué viene esto? A que una transformación ideológica, para ser efectiva, no puede quedarse sólo en partidos políticos o en votos de papel, sino que en la manera que se tiene de ver y vivir la vida. Yo lo único que espero es que el día de mañana esto haya rendido frutos, y que mis hijos e hijas puedan disfrutar de aquello por lo que otrora cantó Víctor Jara: El derecho de vivir en paz.


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