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Cómo La Discapacidad Afecta Mi Autonomía Corporal

Hace un tiempo atrás, quizás un año, decidí darme un baño de tina tibio bien largo. Me metí en la bañera, cerré la cortina detrás de mí y traté de ponerme cómoda y disfrutar el momento. En un momento, mientras me estaba jabonando, empecé a mirar mi cuerpo más de cerca, en su estado natural, preguntándome cómo podía verse tan femenino cuando yo todavía me sentía como una niña. No pasó mucho tiempo antes de que me diera cuenta de que una cosa no había cambiado: las numerosas cicatrices que lo cubren. A medida que tomaba conciencia de las marcas dejadas por mi docena de cirugías, la evidencia de tantas experiencias traumáticas que ahora estaban talladas en mi piel por el resto de mi vida, mi ánimo se fue por los suelos. Sentí que cada vistazo a mi cuerpo desnudo era un recordatorio de todo lo que había tendido que pasar. Al final me acosté en la bañera con el agua hasta las orejas y lloré hasta salir del baño, sintiéndome derrotada y triste. 

Vivir en mi cuerpo discapacitado puede ser una batalla constante, porque muchas veces me duele o simplemente no hace lo que le pido, lo que puede hacerme perder cualquier sensación de autonomía y control sobre él, pero sus limitaciones naturales no son el aspecto con el que más me ha costado lidiar. En cambio, descubrí que mi relación con mi propio cuerpo ha estado definida en gran medida por cuánto se ha tratado a mi cuerpo como un objeto de estudio e intervención por parte de profesionales de la salud y cómo, por culpa de esto, en algunas ocasiones ya casi no lo siento como si fuera propio.

A mí me criaron católica, pero por más que la Biblia diga que tu cuerpo es un templo, el mío se ve y, muchas veces, se siente mucho más como un cambo de batalla. El motivo es que, desde que tengo uso de razón, mi cuerpo ha sido sometido a pruebas y procedimientos invasivos a los que nunca pude negarme, lo que lo llevó a convertirse esencialmente en lo que se siente como un espacio público al que cualquiera tiene derecho a acceder. Con el tiempo, me acostumbré tanto a que siempre me tocaran, pincharan, examinaran y medicaran en contra de mi voluntad que mi sentido de privacidad y control sobre mi cuerpo se siente casi inexistente. Mientras todavía era menor de edad, nunca tuve la oportunidad de decir que no, y las decisiones que tenían que ver conmigo siempre las tomaban personas más grandes que sabían lo que era mejor para mí. Por supuesto, no estoy diciendo que todo lo que me hicieron pasar no fuera necesario para mi bienestar general, pero aún así es importante reconocer el hecho de que hay consecuencias, que solo pueden hacerse evidentes años después, a veces de manera inesperada. Para mí, se ha tratado en gran medida de reclamar mi cuerpo como propio y acostumbrarme a tomar decisiones. Incluso cuando ya cumplí los 18 años y por fin pude tomar mis propias decisiones legalmente, la sensación de impotencia sobre mi cuerpo no desaparecía. Todavía me acuerdo de la primera vez que tuve que firmar un consentimiento informado para una operación, y prácticamente me quedé congelada frente a la hoja y no dejaba de mirar a mis padres para que vivieran a rescatarme de esa situación, aterrada porque esta sensación tan repentina de responsabilidad y poder se sentía tan grande y yo todavía me sentía demasiado mal preparada como para estar en esa posición con respecto a mi propio cuidado. Era casi como si no me creyera capaz de tomar esa decisión sola.

Para dar una idea, algunos de los exámenes más invasivos que me han realizado a lo largo de los años incluyen: un laboratorio de marcha, que implica hacerme caminar en ropa interior, a veces con frío, con electrodos pegados casi a todo mi cuerpo para ver mi marcha; una uretrocistografía miccional, en la que se me administra un contraste por la uretra con una sonda mientras se toman imágenes de mi vejiga y riñones; y más recientemente una urodinamia, en la que se me introduce un catéter por la uretra, otro por vía vaginal o rectal según convenga y me ponen elecrodos entre las piernas, y se va llenando mi vejiga con suero mientras se mira en un monitor cuánto líquido es capaz de retener sin deformarse, y mientras más aumenta el llenado más duele. Esto último me lo hicieron por primera vez a los tres años y a partir de ahí fue de forma periódica hasta que me fui de Santiago, siempre con una doctora que, a pesar de ser mujer, era sumamente brusca conmigo y hablaba con su asistente durante el examen como si yo no estuviera ahí presente. Una de las últimas veces incluso comentó, aunque no a mí por supuesto, que era bueno que me doliera el examen porque significaba que podía sentir las relaciones sexuales, pero eso no me dejó más tranquila en lo absoluto siendo todavía virgen. Este año tuve que viajar hasta allá para una nueva urodinamia y, a pesar de mis nervios, cambié de equipo médico y dejé en claro que esta vez era una adulta y que exigía estar informada durante todo el procedimiento. Fue incómodo, como era de esperarse, pero a pesar de eso me sentí mucho más empoderada que antes.

Otro aspecto que me ha resultado difícil de tratar tiene que ver con la recuperación de mi autonomía corporal a la hora de las relaciones amorosas. Como resultado de todo lo que he mencionado, me costó y a veces me sigue costando mucho entender el concepto de consentimiento y poner límites, porque hacerlo me resulta completamente ajeno. Cuando era niña, mis médicos nunca me preguntaron si podían tocar o manipular mi cuerpo; simplemente lo hacían y yo no los cuestionaba (aunque siempre protestaba porque no quería ir) porque era parte del paquete. Decir que no es una opción que no pensé que tenía, y eso se traduce en que todavía tengo miedo de mantenerme firme. Incluso cuando estaba en la básica, cuando nos hablaron por primera vez de nuestras "partes privadas" y de que nadie podía tocarlas, mi recuerdo es sentirme sumamente confundida y pensar, "¿por qué esto no aplica para mí?". Se sentía casi como si estuvieran tomándome el pelo, pero por alguna razón nunca verbalicé esta contradicción interna. Además, como solamente me había sacado la ropa frente a médicos, la mayoría de los cuales  han sido hombres, con el tiempo llegué a sentirme muy incómoda con mi propia desnudez, al no poder sacarla del contexto sanitario. El acto mecánico de desvestirme lo asociaba automáticamente con algo que me iba a doler, así que siempre lo hice muy rápido para terminar con eso de una vez y hasta ahora no me gusta para nada verme desnuda frente a un espejo. Para mí, el sólo pensar en que una potencial pareja me vea desnuda me hace sentir miedo y predisposición al dolor en lugar de al disfrute, y todavía me aterra que, si en algún momento me dice que me saque la ropa, automáticamente le responda “sí, doctor” (parece chiste, pero es cierto).

Esto me lleva a abordar una realidad incómoda y dura. Es bien sabido que nosotras, las mujeres con discapacidad, tenemos cinco veces más probabilidades de ser agredidas sexualmente que nuestras contrapartes sin discapacidad. Varias veces me he sentido en mayor riesgo por el hecho de no poder salir corriendo o defenderme físicamente si alguien intenta agredirme, pero ahora me doy cuenta de que en realidad ese riesgo exacerbado puede provenir de cómo  algunas experiencias, como las que describo yo acá, pueden ir desdibujando las líneas y hacer que sea más difícil distinguir cuándo alguien accede a tu cuerpo de una manera que no es apropiada. Hace un tiempo me encontré en redes sociales con una entrevista que se le realizó una mujer con discapacidad en el año 1973, en la que ella describe cómo no se dio cuenta de que estaba siendo abusada sexualmente debido a lo acostumbrada que estaba a que otras personas la vieran desnuda. Ella dice: "No parecía nada extraordinario. La forma en que el portero miraba dentro de mi camisón, lo levantaba y me tocaba me parecía, creo, igual a lo que me había hecho miles de veces ante los médicos y otras personas que miraban, pinchaban, hurgaban y hablaban, todas como si yo no existiese. Todas mis experiencias primeras en los hospitales me 'prepararon' para las agresiones. Si nunca te han dado la oportunidad de oponerte a que un médico te quite la ropa para limitarse a mirarte la pierna o si te resistes a que un médico te las baje sin importarle lo que digas, cómo vas a darte cuenta de que lo que te hace el portero en un ascensor se llama 'agresión sexual' y que puedes y debes decir 'no'. Todo me parecía igual." No podía creer lo que estaba leyendo. No tenía idea de que esta era una experiencia tan común para las mujeres o simplemente para las personas con discapacidades (plural, porque son diversas) en general, como generalmente pasa cuando no se habla lo suficiente de un tema complejo. Ahora que está tan en boga la discusión sobre la educación sexual en los colegios, considero sumamente importante que, si en una familia hay un niño o niña en esta situación, se establezcan límites claros desde dentro del hogar sobre cuándo una intrusión es necesaria, cuándo, cómo y por parte de quiénes, para que él o ella aprenda a distinguir un examen de un abuso (porque un abusador también puede ser un médico) y en un futuro no tenga los mismos enredos que tuvo la mujer del testimonio.

A pesar de lo difíciles que han sido algunas experiencias, decidí compartirlas porque con el tiempo me han enseñado cosas valiosas que espero que todo el mundo sepa. Mi cuerpo podrá no funcionar como supuestamente debe, pero sigue siendo mío. No siempre puedo decidir lo que le pasa, pero siempre puedo decidir lo que se le hace. Por muy pro-vida que yo sea, en este caso SÍ aplica "mi cuerpo, mi decisión", porque realmente se trata de tener autonomía y libertad para elegir sobre mí misma, sobre mi cuerpo y el de nadie más. Y es parte del derecho a vivir una vida sin violencia que voy a morir defendiendo.

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